Conforme pasan los años más me convenzo de que los fotógrafos trabajamos como somos, que en cada foto dejamos algo de nuestra experiencia y nuestra forma de ver la vida. Por eso no sé hacer otro tipo de fotos, me salen las que hago igual que hablo o escribo…
Con este reportaje me pasó algo curioso en ese sentido y me gustaría aprovechar las imágenes tan bonitas que me dio la familia de Julieta y Beltrán para contároslo. Ahora que se ha convertido en una de mis sesiones favoritas del otoño pasado, voy a reconocer que me costó arrancar, que no me apetecía mucho trabajar en la Plaza de España como me sugería el cliente, y que arrastraba cansancio de tantas sesiones, cierta rutina mecánica en la que procuro no caer, y un año complicado en lo familiar que pesaba mucho. Sin embargo, una vez que empiezo a mirar a través de la cámara siempre me pasa lo mismo: me abstraigo de todo lo que no veo a través del visor, incluso del frío o el cansancio, me dejo llevar y DISFRUTO, así con mayúsculas.
Cuando tras la sesión vi las fotos en el ordenador reconocí encuadres, escenarios naturales, actitudes y gestos que había visto poco antes. Cogí mis álbumes familiares y repasé las fotos de mi infancia que había recuperado hacía unas semanas: fotos que me había hecho mi padre cuando yo era pequeña en esos mismos sitios, y que sin ser consciente de ello llevaba conmigo. Me cuesta describir esa emoción, pero en definitiva supuso darme cuenta de que llevo su mirada muy dentro, y para mí eso es un regalo de incalculable valor.
Espero que para Julieta y Beltrán también sea un regalo recuperar esas fotos en el futuro, y para todos los niños que pasan frente a mi cámara con sus padres, porque todos dejamos un poquito de nosotros mismos en cada foto.